Absurda prosa
El día caía sobre la ciudad. Las delicadas sombras, antes tan oscuras, se iban despejando, como si una ráfaga de viento azotara unas sábanas negras. Debajo de esas sábanas se encontraban bien. Dos personas en una posición un tanto deshonrosa si se encontraran en medio de esa calle que, minuto a minuto, iba ganando en vida y en ruido lo que había perdido en decencia durante la noche. Desde ese refugio sedoso, se podían distinguir diferentes voces, procedentes de habitaciones contiguas. Según la claridad iba impregnando, primero las persianas, a continuación las cortinas y, por último, la habitación entera, los curiosos seres de ojos cerrados iban contorsionándose al ritmo de sus corazones. De la puerta colgaba una corbata púrpura, cruzada por rayas amarillas, que se mecía de acuerdo con brisa que se infiltraba por la rendija de la puerta. Casi con el mismo movimiento y en el lado del pasillo un cartel en el que se leía
Una mujer, uniformada, empujaba un carrito que parecía un caótico cúmulo de instrumentos de tortura que, en realidad, servían a la digna tarea de limpiar y purificar el lugar. Como si de una sacerdotisa se tratara, los hombres que se cruzaban con ella bajaban la cabeza y apenas la dirigían la palabra. Ella, ignorando a esa horda de infieles, proseguía su peregrinaje y realizaba su ritual tal y como lo había hecho desde hace ya más de treinta años. Cuatro pasos la separaban de cada puerta, a lo que seguían cuatro ligeros golpes, realizados con una rapidez sorprendente, seguidos, si nada delataba la presencia furtiva de unos desconocidos que aun dormitaban, de un rápido movimiento de manos que, de una forma casi mágica, abría la puerta. Tras la puerta del restaurante de la planta baja se podían escuchar un sinfín de historias, cada una de ellas única e irrepetible. El único camarero, que debía de rozar ya la edad de su jubilación, se esforzaba cada día por deleitar a sus clientes con el mejor café que sus doloridas manos le permitían preparar. Muchos de los que estaban sentados en las mesas se tendrían que enfrentar a una larga jordana laboral y él, consciente de ello, ponía todo su empeño en no fallarles. No todos habían acudido a aquel hotel por la misma razón, cada uno tenía su historia. Edward había acudido allí atraído por las historias que sus amigos le habían contado. No es que buscara una relación sexual de una sola noche, pero le parecía increíble que en aquel lugar, casi místico a sus ojos, dos personas totalmente ajenas pudieran realizar un acto tan profundo como el sexual. A las Ocho de la noche Edward se acicaló, se peinó, se echó colonia y cogió tres dólares de una caja de música que guardaba debajo de su cama. Al abrirla se escuchaba, si es que se le había dado cuerda, el ‘Para Elisa’ de Beethoven, lo cual traía a la cabeza de nuestro protagonista un gran número de recuerdos. Aquella noche había una feria en Saint Hoax y los padres de Edward le llevaron a él, junto con su hermana, hasta el centro del pueblo. Allí jugaban y correteaban todos los niños y niñas del pueblo, a los que no tardó en unirse Edward. Interpretó el rol de un policía, de un ladrón una vez le hubieron matado, cabalgó por el gran cañón del Colorado y por último jugó al escondite. La casualidad quiso que Edward se escondiera en una caseta, que en ese momento se encontraba vacía, o eso creía él. Tras permanecer cinco minutos completamente inmóvil, con su corazón acelerado, atento a los sonidos que le llegaban de fuera, algo le rozó la mano. Edward soltó un chillido agudo pero casi al instante dos labios se posaron sobre los suyos. A continuación una lengua penetró en su boca y Edward recorrió con su mano la espalda de Alicia. Sobre el suelo que rodeaba la cama, flotaban a la deriva unos pantalones, un vestido azul cielo y una camisa blanca. Encima de ese mar en calma se agitaban y estremecían, como dos rayos en una tormenta, Edward y Alicia. |
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